Luna

Todavía creo que al abrir la verja, me estará esperando para saludar, moviendo aquel minúsculo rabillo sin parar.

Pero no. Se ha ido dejando en la familia un vacío difícil de describir. Fue su noble y gran corazón el que al final le falló. Era una cuestión de probabilidad. Si algo le había de pasar era en lo más grande que tenía.

Atrás han quedado once años de juegos, carreras y, sobre todo, una extraordinaria y fiel compañera.  De tardes enteras esperando  pacientemente a que su juguete preferido, la pelota, saliera de aquel armario al que ella me llevaba ladrando.

Cuando los cachorros humanos llegaron,

las trató siempre con un respeto y una sensibilidad pasmosa. Se acercaba siempre con signo de sumisión buscando una caricia de aquellas manitas. Siempre cautelosamente, a sabiendas que sus más de treinta kilos eran mucho para ellas.

Solo ha dejado a Canelo, un chucho que le ladra ahora a la soledad y al desconcierto.

Me esperó donde la encontré por última vez. Me señaló, quiero creer, el camino al sitio al que debía llevarla.

Su cuerpo estaba a  la entrada de la huerta solo cubierta de un manto de estrellas y con la pelota que durante su último mes no le negué,  a su lado.

Están las dos juntas para siempre en su lugar preferido, allí  entre los mandarinos y el naranjero grande donde, pacientemente, esperaba su turno para jugar.

Allí donde, todavía hoy, alzo mi cabeza esperando verla.

Pero no.

En Gran Canaria, pasados  treinta días de marzo de 2012

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